Felices años veinte

Dicen que la teoría que se va imponiendo entre los que opinan es la que pronostica que, después de esta pandemia, fluirá una década de hedonismo y disfrute. Y a la que, con profunda originalidad, han nominado como <<los felices años veinte>>.

Discrepo. Creo que en la próxima década el neoliberalismo hará que el capitalismo colapse. Y que las culpas de esa ruina se las repartirán entre la socialdemocracia y el estado del bienestar.

Las sociedades se dirigen hacia un horizonte que me parece diáfano y que no está tan lejos como se presiente. El Estado ha disminuido sus capacidades para legislar y sus intervenciones en la economía son insustanciales. Aunque existen algunas restricciones y leyes que regulan el mercado y el empleo, son los directivos de las empresas grandes quienes, de facto, deciden la economía y las políticas (las reales) de empleo de los países.

La oferta y la demanda

La ley de la oferta y demanda se ha establecido en la determinación de las normas del empleo y en los procesos de selección de personal. Las reformas (industriales y laborales) y el devenir de la sociedad han silenciado la negociación colectiva en España. Hoy los salarios y las condiciones de trabajo se pactan de manera individual.

Un ejemplo de ello son las páginas webs, aplicaciones y redes sociales que se ofrecen para la búsqueda de empleo. Todas ellas han construido un zoco donde empresas y trabajadores compran y venden aptitudes, servicios, disposiciones, remuneraciones, beneficios, primas, pagas extras y derechos. El trabajador es un producto y las empresas las demandantes de sus prestaciones.

Esto, que podría ser una situación ideal para muchos trabajadores, no es más que una de las formas más rápidas que tienen las empresas grandes para legislar a expensas de estatutos, derechos y leyes.

Soluciones creativas

Un consejo de administración quiere establecer que los trabajadores de la empresa se acojan masivamente a la modalidad del teletrabajo. De esa manera, reducirían los costes básicos y de mano de obra. Por mucho que el comité de empresa negocie con los directivos una regulación, estos directivos irán a por los trabajadores, uno por uno, para obligarles a que teletrabajen. Y los trabajadores, coaccionados por los directivos y por un mercado laboral deficiente, con miedo a perder su puesto de trabajo, aceptarán acogerse al teletrabajo, pese a que las condiciones de esa modalidad les hagan perder poder adquisitivo o menoscaben sus derechos.

La voluntad de la dirección de la empresa no es que sus empleados estén felices, oficialmente les están dando a elegir, podrán optar entre trabajar desde casa o ir a la oficina. La finalidad de la empresa en ofrecerles esta medida, enmascarada con el adjetivo social, es el abaratamiento de los costes y de la mano de obra. Como no puede bajar los salarios, propone una solución alternativa.

Por tanto, son las empresas las que legislan. Y por esa legislación <<en negro>>, en el futuro habrá más trabajadores pobres, con sueldos indecentes y condiciones laborales miserables.

El futuro ya está aquí

¿Van a tolerar las empresas grandes, en un futuro sin trabajadores, que sean las máquinas, los robots y los softwares los que coticen a la seguridad social y a los que se les grave con un hipotético IRPF?

Esta es otra de las claves que me llevan a pensar en el colapso del capitalismo. Lo que llaman <<el reto de la digitalización>>, un eufemismo para esconder la desaparición de millones de puestos de trabajo.

Hace medio siglo que la contabilidad de la mayoría de las empresas está informatizada y automatizada. Los programas que utilizan los trabajadores para hacer sus labores rutinarias envían las informaciones y los datos que generan a otro programa que contabiliza todas esas operaciones, sin necesidad de que un humano tenga que hacer apuntes contables en el libro diario ni asientos en el libro mayor. Si antaño un departamento de contabilidad necesitaba a diez o quince administrativos, hoy son suficientes un supervisor y dos o tres subordinados que vigilen que los sistemas funcionan.

Esto se acentuará en los próximos años. La pandemia, además de incentivar las soluciones creativas como el teletrabajo para disminuir el coste de la mano de obra, el principal gasto de las empresas grandes, ha acelerado la inserción de robots, programas y aplicaciones informáticas que directamente sustituirán a los humanos. El objetivo de las empresas no es la excelencia en el trabajo, sino el abaratamiento de costes y el aumento de la productividad.

Los sindicatos

Los sindicatos tienen una parte considerable de la culpa de este ambiente tóxico y generalizado entorno al empleo. Y también de la falta de alternativas a los cambios dramáticos de esta revolución industrial y tecnológica. Una conversión que va a transformar a las sociedades.

Enfocados en la consecución de sus objetivos particulares y en ascender en la escala social, los sindicatos se han mezclado con el estamento al que deben vigilar y del que deben proteger a sus representados. Han dejado de ejercer para la defensa y promoción de los intereses de los trabajadores y han antepuesto sus fines concretos, las intenciones del sindicato como ente. <<Lo que te conviene>> antes de <<a lo que tienes derecho>>.

Los sindicatos prefieren negociar un ERE, porque esa publicidad les ayuda a que los directivos les echen el brazo por encima de la espalda, que manifestarse en la calle para reivindicar que no se pierdan los empleos. Prefieren pactar una reducción de los salarios, en lugar de exigir que los directivos (que no son los dueños del negocio) se recorten las primas desproporcionadas y crecientes.

Sigo con el ejemplo del teletrabajo que he descrito más arriba: si la política del sindicato es apoyar el teletrabajo, lo venderán como el remedio para la conciliación laboral y personal. Aunque no se modifiquen los problemas reales para una conciliación efectiva, los horarios extensos y las jornadas partidas. Mientras los empleados, por el camino, pierden una serie de derechos, protecciones, todo lo conseguido en salud laboral (una cocina o un dormitorio no son una oficina) y un poder adquisitivo que no recuperarán.

Y es que, en la mayoría de las ocasiones, los dirigentes de los sindicatos y los comités de empresa funcionan como arietes de los consejos de administración para instaurar sus medidas, coaccionar a los trabajadores y decretar la ley del miedo (a perder el trabajo) en las oficinas.

Algunas conclusiones

La capacidad que más admiro del capitalismo y de la ideología neoliberal es su pragmatismo, su empeño por ser prácticos. Es una cualidad que deviene productividad y que ahorra costes, también en la vida de cada uno.

La socialdemocracia y los políticos que confían en el estado del bienestar, en la recaudación de impuestos para cubrir las necesidades sociales de los ciudadanos, deberían estar por delante de esta deriva neoliberal. Las soluciones no deben servir para sofocar la destrucción de los empleos o la pérdida de derechos de los trabajadores. Los gobiernos, para enfrentar el colapso del sistema que se avecina, deben estar viviendo ya en esa sociedad futura y comenzar a implementar las directrices necesarias y las actuaciones concretas para que en pocos años el sistema vuelva a calibrarse. Aunque, por el momento, únicamente lo tangible sea la destrucción de miles de empleos en las entidades financieras.

Sin una regulación laboral, pues son los consejos de administración de las empresas grandes los que legislan de facto, y con una revolución tecnológica que la pandemia ha acelerado, las sociedades del futuro estarán formadas por millones de ciudadanos desocupados y por unos pocos empleados que serán trabajadores pobres. Nadie cotizará y el Estado no podrá recaudar impuestos. El neoliberalismo, que habrá prescindido de los trabajadores en su búsqueda de la productividad, se habrá comido a los consumidores y no habrá clientes que compren sus productos. El capitalismo habrá colapsado.

4 de mayo: paparruchas y frivolidad

El edificio en el que vivo tiene apenas tres años. A la primera junta de la comunidad, acudimos el noventa porciento de los vecinos. Tuvimos que separar a dos que se quisieron pegar. En la segunda junta, que fue extraordinaria y se convocó a las pocas semanas de la primera, algunas sillas volaron por encima de nuestras cabezas. A la tercera reunión, también extraordinaria y también convocada a las pocas semanas de la anterior, yo ya no acudí. A la última junta de vecinos, que se celebró hace unas pocas semanas, acudió el treinta porciento del censo.

La historia viene de lejos. Antes de que se entregaran los pisos, algunos vecinos se fueron conociendo y fueron haciendo grupos de whatsapp para reunir información acerca de la construcción. Es normal que unas personas, que han entregado grandes cantidades de dinero para comprar unos pisos que aún no están terminados, necesiten la seguridad de saber que hay otras personas que están en su misma situación. Cada uno se va enterando de algo nuevo e informa a los demás. Así que cuando me presenté en la primera junta de vecinos, muchos de ellos llevaban más de un año tratándose. Yo era ajeno a esas relaciones, nunca había coincidido con ninguno de ellos y tampoco había hecho por encontrarlos. Pero, aquel día, en la primera junta, enseguida pude sentir la tensión entre ellos y que las diferencias les habían llevado a formar como dos bandos enfrentados.

Aquella primera reunión se alargó innecesariamente por las discusiones entre ellos que, sin razón alguna, viraban hacia cuestiones personales que nada tenían que ver con los demás. Se hablaban a voces, se interrumpían, se insultaban. Los ajenos a la gresca no podíamos concluir nuestro discurso, dar una opinión sin ser acusados por un bando o por el otro. Así que nuestra opinión no contaba. Y así dejamos la tarde para adentrarnos en la media noche, hasta que dos se abalanzaron uno sobre el otro y hubo que separarlos.

Es una comunidad grande, pero habitualmente estoy tranquilo. No hay ruidos, casi no nos cruzamos unos vecinos con otros. Estoy seguro de que paso desapercibido y que, después de casi tres años, aún hay gente que ni me conoce y que, al verme por las zonas comunes, piensa que soy un extraño dentro de su propiedad. La tormenta está en los grupos de whatsapp (en los que yo ni he estado ni estoy), en los folios manuscritos con amenazas que pegan en las paredes, en las notas que meten en los buzones y en las que, con una violencia inconcebible, se insultan, utilizan expresiones homófobas, racistas, se amenazan, se citan para pegarse, para llamar a la policía o verse en los juzgados. Se rayan los coches, se pinchan neumáticos, se rompen los retrovisores. Dejan sin agua caliente a toda la comunidad. Rompen las cerraduras de las puertas de las zonas comunes. Denuncian obras aprobadas en junta simplemente por tocar las narices y que el denunciado tenga que hacer las gestiones con el ayuntamiento. Y ese celaje negro termina por estallar sobre las reuniones de vecinos. Y lo arrasa todo.

Pues así es como siento que llego a estas nuevas elecciones en la Comunidad de Madrid, expulsado. Los madrileños hemos sufrido una campaña electoral esperpéntica, seguramente la más disparatada de la historia electoral de Madrid. Otra trifulca de quinquis que únicamente sirve para escuchar a los que más gritan y para echar a los que ni nos van ni nos vienen sus estupideces. Así que yo me voy, como no volví a una reunión de la comunidad de vecinos, porque no quiero estar en un sitio al que no pertenezco, un sitio exclusivo donde solo se relacionan los que se han adueñado del espacio que nos corresponde a todos, el espacio donde se deciden las cosas y que han reducido a un emplazamiento donde dirimen sus problemas personales y eligen por todos los demás. Donde el tema principal son ellos mismos. Donde vuelcan sus preocupaciones particulares, no las de los ciudadanos, y para las que inventan sus remedios originales (comunismo o libertad, ultraderecha o democracia).

Es que ni siquiera hay confrontación de ideas, aunque estas no se expongan en un debate. Los mítines son intrascendentes, a tenor de lo que nos muestran los medios de comunicación. Paparruchas en el horario de máxima audiencia. Las televisiones y las radios exhiben la salida extravagante de uno y, frente a ella, la provocación de otro como respuesta.

A la vez, detrás de toda esa zarzuela, la administración de lo que compartimos se queda a la intemperie o se legisla sin que el resto sepamos qué se está haciendo. Igual que llega a mi buzón el acta de las reuniones de vecinos, a los madrileños nos llega el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid.

A mí no me interesa quitar a unos para poner a otros, lo que quiero es saber qué van a hacer cuando detenten el poder. Parece que el motivo trascendental por el que se les vota es con quién te irías de cañas. Lo han convertido en eso. Pero el motivo real por el que se les vota es para que gobiernen, administren los impuestos y traten de subsanar los errores del sistema que provocan daños, dolores y angustias concretas en los ciudadanos.

En la edición del 16 de abril del periódico 20Minutos, Javier Fernández-Lasquetty, el consejero de Hacienda de la Comunidad de Madrid, respondía lo siguiente en una entrevista: <<Subir impuestos hace daño a quien menos tiene>>. Y continuó: <<La bajada de impuestos beneficia a todos y más probablemente a las rentas más bajas>>. Habría estado bien un debate sobre ello. Que los candidatos de izquierdas, en lugar de enfangarse en idioteces sobre nazis o democracia, hubieran contrapuesto sus ideas y explicado, detalladamente, qué tienen pensado hacer y cómo van a aplicar lo recaudado.

La afirmación de Lasquetty, además de ambigua, porque no aclara qué impuestos (la bajada del IVA sí beneficiaría a las rentas bajas, mientras que la bajada de impuestos sobre la renta o el patrimonio solo beneficiarían a las rentas altas), es mentira.

El tratamiento intravenoso con Infliximab para la Espondilitis Anquilosante que me administran cada ocho semanas en La Paz cuesta más de 1.200 euros la dosis. Es decir, cada ocho semanas, una persona que necesita este tipo de tratamientos biológicos tendría que desembolsar más 1.200 euros, sin contar el pago de las enfermeras y doctores que le atienden, ni los costes básicos de un negocio: instalaciones, suministros, etc. Y esta enfermedad no tiene cura, el tratamiento únicamente sirve para que progrese lentamente y paliar los dolores que provoca.

En mi entorno, no conozco a nadie que pudiera gastarse alrededor de los 8.000 euros al año, cada año, durante toda su vida, en un tratamiento médico. Ni en ninguna otra cosa, claro. Pero es que, para una enfermedad de este tipo, ese tratamiento no es suficiente. Se necesitan otros especialistas, además del reumatólogo. Se necesita medicación, tratamientos psicológicos, rehabilitación. La única forma de ofrecer una cobertura, más o menos regular, a este tipo de problemas es a través de los impuestos, pagando más los que tienen las rentas más altas y pagando menos los que tienen las rentas más bajas. ¿A mí en qué me beneficia la bajada de impuestos, pagar quince euros menos al mes o cincuenta euros menos al año, si no puedo tener acceso a la sanidad? Si, aunque no pagase nada por IRPF ni cotizase, con mi sueldo bruto íntegro en el banco no podría costearme el tratamiento de mi enfermedad. Y, si mi enfermedad no es tratada, yo no podría trabajar para pagarme el tratamiento. Es más, si no me tratasen la enfermedad, seguramente la vida no me merecería la pena.

Y, como este, hay miles de problemas concretos que atajar. Estos son los temas sobre los que los políticos deberían hablar y discutir sus propuestas. Los ciudadanos están sufriendo, mientras los políticos pronuncian discursos banales y toscos, propios de personas que viven en una realidad paralela o que directamente son retrasados mentales. Y con una puesta en escena de una frivolidad que a mí me enfada y me enrabieta.

Así que, el 4 de mayo, seguiré sin saber qué soluciones proponen los partidos políticos para las cosas concretas, más allá de combatir el comunismo o el fascismo que, según ellos campan, a sus anchas, dependiendo del barrio que se le ponga en las narices al que suelta el discurso. Y por lo que los ciudadanos estamos tan preocupados. Igual de preocupados que estamos el setenta por ciento de vecinos de mi comunidad por las denuncias y querellas que los otros vecinos se han interpuesto entre ellos. Tan preocupados que ni vamos a las reuniones.

Levantarse e irse

Busco en internet entrevistas de un personaje para comprobar el por qué de una situación especial de su vida. Una circunstancia que yo desconocía por completo y que me pareció sorprendente y novedosa en la biografía mental que tenía sobre él. No llego a la respuesta. Encontrar determinadas cosas en la red, a veces, es arduo como lo es hacer una gestión trivial en las administraciones públicas. Así que, pincho en algunos enlaces y me quedo en una entrevista cuya finalidad es promocionar un programa de televisión que el personaje iba a presentar en aquel año, entre 2015 y 2016. Es una entrevista corta, de preguntas y respuestas rápidas. Y el personaje no profundiza en las cuestiones, el fin y el contexto es la promoción. Tampoco encuentro la información que estoy buscando. Pero, antes de salir de la página, me intereso por los comentarios que se extienden más abajo.

Se tratan de respuestas al texto escritas por anónimos, avatares de los que no se puede descifrar la identidad. Gente que ha perdido parte de su tiempo en escribir esos comentarios. Y ninguno de esos comentarios tiene que ver con la entrevista.

El primero de ellos, destacado, se dirige al personaje entrevistado para reprocharle su forma de ser, su forma de ejercer la profesión por la que es conocido, su pasado y los réditos millonarios que el ejercicio de su profesión le han reportado. Se intuye que quiere afearle una forma de ser que, a su juicio, es inmoral. Pero no que sea inmoral para él, sino que es una inmoralidad superior, que concierne a todo el mundo: es el bien contra el mal. Y el entrevistado está en el bando de los malos.

Es solo un ejemplo. Y quizá el menos inquietante de todos los comentarios a ese texto. Los siguientes comentarios aluden a un tema por el que no le preguntan, pero le critican los que están a favor y los que están en contra de la idea, por la que, insisto, no le preguntan en la entrevista. Los de un bando y los del otro. Cada uno de ellos tiene conciencia de que el bando bueno es el suyo, obviamente, y que el entrevistado está en el contrario.

Luego, siguen comentarios en los que los comentadores se insultan entre ellos. Y, para terminar, los que insultan directamente al entrevistado.

Hace unas semanas, entré en el canal de Youtube de un exfutbolista. El hombre se dedica a hacer listas personales sobre otros futbolistas que jugaron con él, a contar anécdotas de sus años de profesional del deporte y a hablar de otros divertimentos a los que dedica su tiempo. En una de esas listas, nombró a Raúl González, el que fuera jugador del Real Madrid. Creo recordar que enumeraba los mejores cinco futbolistas a los que se había enfrentado. En el video, él mismo decía sobre Raúl que parecía que no tenía regate, velocidad o una técnica depurada, pero que siempre conseguía sus objetivos: se llevaba el balón con solvencia, hacía goles y, por tanto, era de los mejores en el campo de fútbol por su inteligencia. Se me ocurrió, entonces, escribir que Raúl era como Lola Flores, de la que el New York Times dijo (realmente no lo dijo, o al menos no hay pruebas de ello): no baila, no canta; no se la pierdan. La anécdota de Lola Flores y el New York Times es tan falsa como sobada y aprovecharla me parece maniqueo. Pero, aún así, por el ambiente distendido de ese canal de Youtube, me decidí a escribirla como una referencia divertida al hilo del comentario del dueño del canal.

Al día siguiente de haber escrito aquello sobre Raúl en el canal de Youtube de aquel exfutbolista, sufrí un aluvión de mensajes en el teléfono móvil referentes a las actualizaciones de las interacciones con mi comentario. La mayoría de los que me respondieron no habían entendido que lo que yo había escrito era un halago y, por tanto, para ellos yo era anti Raúl, de lo que deducían mis filias futbolísticas. Para otros, en cambio, yo era pro Raúl y mis filias futbolísticas eran las contrarias a los que me consideraron anti Raúl. Para otros simplemente yo era un tipo que no tiene ni puta idea de fútbol. Casi todos los avatares que me respondieron me conminaron, por mi bien, o me ordenaron, directamente, dejar de escribir en aquel espacio. Mi comentario, además, sirvió para que admiradores y detractores de Raúl se liaran a sopapos virtuales y por escrito entre ellos.

Así que, desde aquel comentario en el que hice una comparación entre La Faraona y Raúl González, no he vuelto a entrar en el canal de Youtube del ex futbolista. Igual que llevo tiempo sin expresarme con frecuencia por el resto de redes sociales. Me resultan escenarios feos y antipáticos. Hostiles. Para continuar con los símiles, las redes sociales son como un partido entre el Getafe, de los últimos años, y el Sevilla más puro e idiosincrático, el de la dureza y la crueldad. Para seguir con el lenguaje cibernético: en las redes sociales, me caen mal los del bando contrario; pero, aun me caen peor y me parecen más ilógicos y exaltados los que se supone que son de mi propio bando.

Hace tiempo que utilizo muy poco las redes sociales. Principalmente, leo la prensa. Busco artículos relacionados con historias que me interesan y que, por lo general, nada tienen que ver con el cuadrilátero político. Hago, de cuando en cuando, algún chascarrillo en Facebook y Twitter. O comparto en Instagram fotos de comida, de las recetas que me salen decentes. Y, sobre todo, leo en las redes los comentarios de personas que me interesan, aunque mi interacción con ellos es mínima. Podría decirse que, de los que nos vemos en la plaza de las redes sociales, soy el que anda por ahí, rodeándola, sentado en un banco, que mira, observa y participa poco. Un hola, quizá. Un qué tal va, comprometido por la educación, al vecino que te encuentras los domingos en el quiosco. Soy el tipo que está, pero que, si no está, tampoco se le echa en falta.

Lo cierto es que esas actitudes, la de esconderme o la de no estar, han predominado en mi forma de ser a lo largo de mi vida. Nunca me ha gustado el enfrentamiento, hablar para pegarse, aunque sea un bofetón metafórico. No tiene nada que ver con la polémica o la discusión. Escuchar la opinión de otro y dar la mía, tratar de entender el pensamiento de los demás, o expresar el mío, en una conversación, siempre me ha resultado una de las cosas más gratificantes de la vida. Con amigos, sentados frente a la barra de un bar, hasta el final de la madrugada. En las casas. En los bancos de las calles. Lo que nunca he tolerado ha sido la pelea, las voces o el deseo de alguien, aunque yo coincida con su idea o pensamiento, de preponderar sobre los demás o de imponer su palabra. En esos casos, mi escape ha sido literal, no mental: me he levantado y me he dio.