Obituarios

Hace falta buscar poco. Cada día se escriben centenares de obituarios y, posiblemente, la cualidad más repetida en todos ellos sea la siguiente: «y se mantuvo firme en sus convicciones hasta el último día». Si hubiera la posibilidad de réplica a estos obituarios, estaría bien contestar que Hitler también se mantuvo firma en sus convicciones hasta el final de sus días.

Mantenerse firme en los ideales o convicciones es una cualidad que sirve para describir tanto a un militante comunista como a uno falangista. Se utiliza para señalar la importancia en el campo en el que desarrolló su profesión un lingüista o un paleontólogo, un escritor, un director de orquesta o una estrella del rock. Para sindicalistas y feministas es un requisito indispensable, como lo es para un catequista, o para un cura. Y si hay algo que iguala a un banquero con un mendigo, además de la muerte, eso es que, tanto uno como otro, se mantuvieron firmes en sus convicciones hasta el final de sus días.

Los préstamos lingüísticos de los discursos deportivos y políticos -que a su vez han ido introduciendo en sus construcciones elementos del lenguaje bélico-, al lenguaje periodístico y a la jerga popular resultan cada vez más evidentes. La razón por la que estos préstamos me llaman la atención es que el lenguaje es el que construye las ideas y, por tanto, los aspectos distintivos y propios de las sociedades.

Es el caso de una de las corrientes de pensamiento que más se ha extendido en las últimas décadas. Comprender la vida como una sucesión de pruebas, que pone dios o una abstracción personificada de la propia vida, que se deben ir superando y cuyos procesos de consecución son los que dan sentido a la existencia. Esta perspectiva se elabora, además, desde una concepción individual e individualista, que pone en el centro el ego y a todo lo demás rotando a su alrededor. Del mismo modo que el deporte, incluso los colectivos y que se juegan en equipo, se sostiene en los últimos años sobre el concepto del deportista star de las competiciones deportivas estadounidenses. No hay aficionados que sigan a un equipo, sino fans que siguen a un individuo y que animan al equipo al que llega su deportista favorito.

Pero vuelvo a las convicciones y como, pese al cambio de paradigmas en este siglo, tener unas convicciones firmes o fuertes resulta una cualidad modélica y no un defecto. Un adjetivo que siempre debe acompañar a las personas sobresalientes, al menos en los obituarios.

Entre otros paradigmas, se ha impuesto que el humano debe ser intachable en sus comportamientos. En un siglo en el que, parece, las sociedades han decidido ser, por lo general, nada restrictivas, más comprensivas, laxas y condescendientes, y desterrar lo exigente y lo severo; se obliga a reproducir modelos de comportamiento rígidos que poco tienen que ver con los comportamientos humanos.

Creo que uno de los principios fundamentales de los humanos es el de la contradicción. Y tiene todo el sentido, porque somos permeables, la experiencia nos modifica, incluso nos lleva a pensar de modos opuestos a los que habíamos pensado. Así que todos debemos tener derecho contradecirnos y, también, a equivocarnos. Sobre todo cuando esas equivocaciones no hacen daño ni someten a otros. O, si lo hacen, no es un daño irreparable. Incluso si es un daño irreparable, un delito, el sistema judicial y de prisiones que nos rige está enfocado en la reinserción y no en el castigo. ¿Por qué, entonces, los errores humanos deben tener un castigo, que en ocasiones puede impedir la subsistencia del que ha cometido el error?

La pregunta se puede responder con otra contradicción: porque una sociedad que pretende no ser reduccionista, no vivir en el dualismo y desarraigar el pensamiento binario sobre las cosas, apoya todas sus tesis en un concepto moralista, maniqueo y binario: la existencia de un bien y de un mal. Lo que da sentido a la existencia, en este caso, es pertenecer al bando bueno, cumplir sus condiciones, exigirlas y educar al bando malo. Y, si no es posible la reinserción del bando malo, eliminarlo. Y, por supuesto, el bando bueno es siempre al que uno pertenece.

Mantenerse firme en las convicciones es una expresión arcaica y que nos hace pensar en otras épocas en las que quizá sí que fue necesario ser firme en las convicciones porque lo que estaba en juego era la propia vida. Además, parece una deficiencia y no una virtud por la que ser elogiado.

Y en ningún momento he introducido a las emociones. Y eso que las emociones son fundamentales en el proceso de la percepción. Las alteraciones del ánimo nos ayudan a percibir las cosas y pueden hacernos entender esas cosas de un modo diferente al que teníamos concebido. Es bastante usual que, personas favorables a la pena de muerte, se manifiesten en contra cuando se condena a la pena de muerte a un familiar o a ellos mismos. Y también lo contrario, que personas que han padecido un sufrimiento terrible se expresen a favor de situaciones que antes nunca se les hubieran pasado por la cabeza que fueran plausibles, incluso decentes.

Además, los humanos somos sensibles a las emociones de los demás. Y estas tienen la capacidad de transformarnos y de variar nuestras convicciones.

La vida nos cambia. Nos cambian la edad y las personas con las que nos relacionamos. Las actividades y los trabajos nos hacen mirar desde otras perspectivas. Como, al hacernos mayores, nos van dejando de importar los complejos físicos. Igual que se nos quita la vergüenza con los años y somos capaces de ponernos colorados una vez para llamar la atención del que se cuela en la pescadería.

¿Por qué uno debería mantenerse firme en sus convicciones?

Gotelé: «Vertical»

Que un artista no tenga complejos a la hora de expresarse es algo que se debe agradecer, siempre con una medida cabal, pero anticipa que algo se está moviendo en el universo personal de ese artista y que tiene la necesidad de expresarlo. No se entienda mal, sin musas, que como sabe todo el mundo no existen, sino con trabajo, esfuerzo y contención.

Eso parece que es lo que se proponen estos chicos de Ávila – allí también se hace música, no todo es Madrid y Barcelona – que forman Gotelé que, tras un primer disco (Duelo personal, 2014) forjado a golpe de mimetismo yanqui y polvo de carretera en las botas, lanzaron el pasado marzo su segundo largo: Vertical, con el que se entregan sin prejuicios al indie rock puramente español. Y quizá tenga que ver en todo eso que el productor sea Emanuel Pérez “Gato”, bajista de Izal, y que el disco esté grabado en los estudios Neo de Aranda de Duero con José Caballero, con el que repiten, como ingeniero de sonido. Aún así no tiran en la cuneta del olvido cierta raíz yanqui, es tangible cierto acercamiento a grupos del rock alternativo norteamericano, como Counting Crows, a lo largo de las once canciones que componen el nuevo elepé.

Lo primero que se aprecia al acercarse al nuevo trabajo de Gotelé es que los títulos de las canciones han cambiado. Es decir, lo que en Duelo personal era concreto, ahora deviene abstruso e intangible. Lo que antes era Ciudad en llamas, ahora es Centeno. Y con esa canción arranca Vertical, que traslada a cierta pose Supersubamarina, y donde la voz de Alfonso López destaca en fraseos incontrolables en los que se agradece que la banda no recurra a la rima, o a la rima fácil como consigue a lo largo de todo el disco.

Continúa Alas de cera, prototipo del indie pop español, con las guitarras veloces de Alberto Blázquez y el tono épico, como de escenario principal de festival. Hacedles despertar es más tendida, reposada, tiene aires a Sabina y también a Fito. Qué te voy a decir tiene algo sonoro que se desliza hacia Extremoduro y resulta una de las “lentas” más agradables de Vertical.

Se buscan, que no pasa de los tres minutos, es directa y aguerrida, con las guitarras por detrás de Alfonso y Alberto Blázquez que dulcifican con sus melodías de cristal, mientras la batería de Alberto Fernández y el bajo de Manuel Achaques prorrumpen dando la carga necesaria, a la vez que hace el coro más adelante, para que se convierta en canción referente de Gotelé. Posiblemente la que más motivos tiene para convertirla en himno.

En No estoy se dispara el rock and roll de guitarras y teclados con la voz de Alfonso en plena forma, y que junto con Al final del día se alzan como las canciones más contundentes del elepé.

Vertical de Gotelé anda a medio camino entre el indie y el rock que se dice alternativo, pero que en los abulenses se funde con la raíz norteamericana en consonancia con lo que hoy puede estar haciendo Quique González, por ejemplo. También se nutren de la epicidad del indie pop de escenario festivalero como en Te recuerdo, sin dejar de ser puro rock and roll en actitud y sonido, como demuestran en Alas de cera. Pero, aunque se agradece que no acudan con frecuencia a la rima facilona, sí se les puede achacar ciertas imágenes recurrentes que resultan pretenciosas o falsamente distinguidas por manidas y reutilizables, tics engañosamente poéticos que utilizan muchos artistas y que pueden inducir al oyente maniqueo a tomar a Gotelé como otra banda más, aún “sin rechazar imitaciones”.

Paquita Salas

  No, Paquita Salas no es la mejor serie de la historia audiovisual española. La comedia creada por Javier Calvo y Javier Ambrossi, estrenada en Flooxer en 2016 y desarrollada en Netflix en 2018, es directa, divertida y engancha – a un público que se relacione bien con las formas del humor actuales – pero, a pesar de la euforia, existen algunos puntos en los que la serie patina.

  En Paquita Salas todo gira alrededor de la propia Paquita, personaje interpretado por Brays Efe. La mimetización de Efe con Paquita es brutal, hasta el punto de resultar natural cuando Paquita va a mear y se limpia el coño, e incluso cuando folla con su exmarido, ejecutado por Andrés Pajares, cuyas apariciones en la serie son de los mejores momentos de su carrera profesional. Paquita tiene una agencia de representación de actores anclada en los noventa. Una secretaria, Magüi (Belén Cuesta). Y un porrón de actrices que, cuando consiguen su primer éxito, la abandonan, principalmente por otro representante de actores, interpretado por Secun de la Rosa, al que Paquita enseñó en sus inicios; y encima esas actrices que se van no la pagan los gastos de representación. Y a partir de aquí, con un imaginario particular – Paquita fuma ducados, bebe Larios y come torreznos –, la trama se desarrolla como un falso documental en el que predomina la histeria y en el que la representante trata de atraer – a actores, al espectador implícitamente – a través de cualquier artimaña, ocultando (manifestando) todos sus puntos débiles y fracasando en cada intento, ya sea profesional o personal. Como prueba de su fracaso: Lidia San José, que se interpreta a sí misma, – “la niña de A las diez en casa y Aladina” –, la única actriz que perdura con Paquita y cuyo logro con ella es ostentar el récord de “Pasapalabras” (apariciones en el programa). Paquita es una mujer desengañada y hundida. Y así nos deja el final de la segunda temporada.

  De esta manera, la serie es directa, avanza sin melodramas, las subtramas, que se agradece que sean pocas, se resuelven con rapidez y verosimilitud y no ocultan el objeto principal. No se trata, por tanto, de un drama con sketches (Los Serrano). Además, los entre veinte y veinticinco minutos que dura cada uno de los diez capítulos que componen las dos temporadas de Paquita Salas (5+5) son suficientes para hacer buena comedia y entretener al espectador sin recursos cargantes que a uno le saquen de la historia principal.

  Además de ser directa, Paquita Salas es ocurrente y hábil en los diálogos. Casi todos los personajes – los principales y las colaboraciones – están contenidos, metidos en el contexto y no patinan ni resultan chirriantes. Por ejemplo, el anteriormente citado Andrés Pajares, o Lydia Bosch que interpreta a la tía Alicia – sí, la de Médico de familia – que lee el cuento de ‘Paquita Salas’ al comienzo de la segunda temporada, y que posiblemente también sea de las mejores actuaciones de la carrera de la actriz de televisión más mediática en la España de los noventa.

  Dentro de esa frenética euforia también aparecen a lo largo de la serie con actuaciones interesantes: Belinda Washington, Ana Obregón, Miriam Díaz Aroca, Antonio Resines o Ignatius Farray. Casi todos sin desentonar. Actores y actrices que se interpretan a sí mismos, o a un personaje (increíble la Noemí de Yolanda Ramos en la segunda temporada: desparpajo y casticismo), pero siempre en las últimas u olvidado, y que se suman a una atmósfera amateur, de no haber nadie al volante, y que imprimen esa pátina de oscuridad y decadencia que es el mayor acierto de la serie. Pero a la vez uno de los conflictos que pueden echar para atrás a aquellos espectadores no versados en el humor negro, en la mala leche, en provocar la risa a través de la incomodidad o el ridículo.

  Y con todo esto aún Paquita Salas no es la mejor serie. Tampoco es que debiera haber un ranking. Pero no lo es porque, una vez planteado el grueso de la imaginería personal de los creadores – que ya lo hicieron en La llamada y que cuentan aquí con un reparto similar al del musical o la película –, una vez expuestas las formas heterodoxas del humor actual, el final de cada capítulo es buenista, es adorable, invita a la melancolía de la forma más tosca. Paquita Salas es un corderito con piel de lobo que agacha la cabeza en lugar arramblar con todo y con todos. Amaga, pero no golpea. Provoca la sonrisa feliz, a veces la lágrima, en un espectador cuyas expectativas eran más altas: el caos total.

  Paquita Salas es un pastiche que se fija en las comedias americanas del estilo (Curb your enthusiam, The Office, la americana; Sarah Silverman, sin gamberrismo), pero que hunde sus raíces en la tradición y, sobre todo, en la caspa española. Recupera actores y presenta a otros. Mezcla realidad y ficción. Es moderna y demodé al mismo tiempo. Y además, tras esa capa de amateurismo preciso, es divertida y entretiene, a pesar de que los puntos de maldad, que sería lo verosímil del trasunto, son pocos y azucarados. Y si esto es así ahora, la compra de la serie por parte de Atresmedia – que ya la está difundiendo por Neox y que desarrollará la tercera temporada – incita al espectador a hacerse una pregunta: ¿dónde estará el límite? Porque Atresmedia no es una escuela de arte y ensayo, es un conglomerado de empresas cuyo fin es el rendimiento económico de sus productos. Y los parámetros de las comedias para la televisión – o melodramas con sketches – no conectan con lo que propone Paquita Salas: brevedad, concisión, crudeza, decadencia y humor heterodoxo.