No, Paquita Salas no es la mejor serie de la historia audiovisual española. La comedia creada por Javier Calvo y Javier Ambrossi, estrenada en Flooxer en 2016 y desarrollada en Netflix en 2018, es directa, divertida y engancha – a un público que se relacione bien con las formas del humor actuales – pero, a pesar de la euforia, existen algunos puntos en los que la serie patina.
En Paquita Salas todo gira alrededor de la propia Paquita, personaje interpretado por Brays Efe. La mimetización de Efe con Paquita es brutal, hasta el punto de resultar natural cuando Paquita va a mear y se limpia el coño, e incluso cuando folla con su exmarido, ejecutado por Andrés Pajares, cuyas apariciones en la serie son de los mejores momentos de su carrera profesional. Paquita tiene una agencia de representación de actores anclada en los noventa. Una secretaria, Magüi (Belén Cuesta). Y un porrón de actrices que, cuando consiguen su primer éxito, la abandonan, principalmente por otro representante de actores, interpretado por Secun de la Rosa, al que Paquita enseñó en sus inicios; y encima esas actrices que se van no la pagan los gastos de representación. Y a partir de aquí, con un imaginario particular – Paquita fuma ducados, bebe Larios y come torreznos –, la trama se desarrolla como un falso documental en el que predomina la histeria y en el que la representante trata de atraer – a actores, al espectador implícitamente – a través de cualquier artimaña, ocultando (manifestando) todos sus puntos débiles y fracasando en cada intento, ya sea profesional o personal. Como prueba de su fracaso: Lidia San José, que se interpreta a sí misma, – “la niña de A las diez en casa y Aladina” –, la única actriz que perdura con Paquita y cuyo logro con ella es ostentar el récord de “Pasapalabras” (apariciones en el programa). Paquita es una mujer desengañada y hundida. Y así nos deja el final de la segunda temporada.
De esta manera, la serie es directa, avanza sin melodramas, las subtramas, que se agradece que sean pocas, se resuelven con rapidez y verosimilitud y no ocultan el objeto principal. No se trata, por tanto, de un drama con sketches (Los Serrano). Además, los entre veinte y veinticinco minutos que dura cada uno de los diez capítulos que componen las dos temporadas de Paquita Salas (5+5) son suficientes para hacer buena comedia y entretener al espectador sin recursos cargantes que a uno le saquen de la historia principal.
Además de ser directa, Paquita Salas es ocurrente y hábil en los diálogos. Casi todos los personajes – los principales y las colaboraciones – están contenidos, metidos en el contexto y no patinan ni resultan chirriantes. Por ejemplo, el anteriormente citado Andrés Pajares, o Lydia Bosch que interpreta a la tía Alicia – sí, la de Médico de familia – que lee el cuento de ‘Paquita Salas’ al comienzo de la segunda temporada, y que posiblemente también sea de las mejores actuaciones de la carrera de la actriz de televisión más mediática en la España de los noventa.
Dentro de esa frenética euforia también aparecen a lo largo de la serie con actuaciones interesantes: Belinda Washington, Ana Obregón, Miriam Díaz Aroca, Antonio Resines o Ignatius Farray. Casi todos sin desentonar. Actores y actrices que se interpretan a sí mismos, o a un personaje (increíble la Noemí de Yolanda Ramos en la segunda temporada: desparpajo y casticismo), pero siempre en las últimas u olvidado, y que se suman a una atmósfera amateur, de no haber nadie al volante, y que imprimen esa pátina de oscuridad y decadencia que es el mayor acierto de la serie. Pero a la vez uno de los conflictos que pueden echar para atrás a aquellos espectadores no versados en el humor negro, en la mala leche, en provocar la risa a través de la incomodidad o el ridículo.
Y con todo esto aún Paquita Salas no es la mejor serie. Tampoco es que debiera haber un ranking. Pero no lo es porque, una vez planteado el grueso de la imaginería personal de los creadores – que ya lo hicieron en La llamada y que cuentan aquí con un reparto similar al del musical o la película –, una vez expuestas las formas heterodoxas del humor actual, el final de cada capítulo es buenista, es adorable, invita a la melancolía de la forma más tosca. Paquita Salas es un corderito con piel de lobo que agacha la cabeza en lugar arramblar con todo y con todos. Amaga, pero no golpea. Provoca la sonrisa feliz, a veces la lágrima, en un espectador cuyas expectativas eran más altas: el caos total.
Paquita Salas es un pastiche que se fija en las comedias americanas del estilo (Curb your enthusiam, The Office, la americana; Sarah Silverman, sin gamberrismo), pero que hunde sus raíces en la tradición y, sobre todo, en la caspa española. Recupera actores y presenta a otros. Mezcla realidad y ficción. Es moderna y demodé al mismo tiempo. Y además, tras esa capa de amateurismo preciso, es divertida y entretiene, a pesar de que los puntos de maldad, que sería lo verosímil del trasunto, son pocos y azucarados. Y si esto es así ahora, la compra de la serie por parte de Atresmedia – que ya la está difundiendo por Neox y que desarrollará la tercera temporada – incita al espectador a hacerse una pregunta: ¿dónde estará el límite? Porque Atresmedia no es una escuela de arte y ensayo, es un conglomerado de empresas cuyo fin es el rendimiento económico de sus productos. Y los parámetros de las comedias para la televisión – o melodramas con sketches – no conectan con lo que propone Paquita Salas: brevedad, concisión, crudeza, decadencia y humor heterodoxo.