Busco en internet entrevistas de un personaje para comprobar el por qué de una situación especial de su vida. Una circunstancia que yo desconocía por completo y que me pareció sorprendente y novedosa en la biografía mental que tenía sobre él. No llego a la respuesta. Encontrar determinadas cosas en la red, a veces, es arduo como lo es hacer una gestión trivial en las administraciones públicas. Así que, pincho en algunos enlaces y me quedo en una entrevista cuya finalidad es promocionar un programa de televisión que el personaje iba a presentar en aquel año, entre 2015 y 2016. Es una entrevista corta, de preguntas y respuestas rápidas. Y el personaje no profundiza en las cuestiones, el fin y el contexto es la promoción. Tampoco encuentro la información que estoy buscando. Pero, antes de salir de la página, me intereso por los comentarios que se extienden más abajo.
Se tratan de respuestas al texto escritas por anónimos, avatares de los que no se puede descifrar la identidad. Gente que ha perdido parte de su tiempo en escribir esos comentarios. Y ninguno de esos comentarios tiene que ver con la entrevista.
El primero de ellos, destacado, se dirige al personaje entrevistado para reprocharle su forma de ser, su forma de ejercer la profesión por la que es conocido, su pasado y los réditos millonarios que el ejercicio de su profesión le han reportado. Se intuye que quiere afearle una forma de ser que, a su juicio, es inmoral. Pero no que sea inmoral para él, sino que es una inmoralidad superior, que concierne a todo el mundo: es el bien contra el mal. Y el entrevistado está en el bando de los malos.
Es solo un ejemplo. Y quizá el menos inquietante de todos los comentarios a ese texto. Los siguientes comentarios aluden a un tema por el que no le preguntan, pero le critican los que están a favor y los que están en contra de la idea, por la que, insisto, no le preguntan en la entrevista. Los de un bando y los del otro. Cada uno de ellos tiene conciencia de que el bando bueno es el suyo, obviamente, y que el entrevistado está en el contrario.
Luego, siguen comentarios en los que los comentadores se insultan entre ellos. Y, para terminar, los que insultan directamente al entrevistado.
Hace unas semanas, entré en el canal de Youtube de un exfutbolista. El hombre se dedica a hacer listas personales sobre otros futbolistas que jugaron con él, a contar anécdotas de sus años de profesional del deporte y a hablar de otros divertimentos a los que dedica su tiempo. En una de esas listas, nombró a Raúl González, el que fuera jugador del Real Madrid. Creo recordar que enumeraba los mejores cinco futbolistas a los que se había enfrentado. En el video, él mismo decía sobre Raúl que parecía que no tenía regate, velocidad o una técnica depurada, pero que siempre conseguía sus objetivos: se llevaba el balón con solvencia, hacía goles y, por tanto, era de los mejores en el campo de fútbol por su inteligencia. Se me ocurrió, entonces, escribir que Raúl era como Lola Flores, de la que el New York Times dijo (realmente no lo dijo, o al menos no hay pruebas de ello): no baila, no canta; no se la pierdan. La anécdota de Lola Flores y el New York Times es tan falsa como sobada y aprovecharla me parece maniqueo. Pero, aún así, por el ambiente distendido de ese canal de Youtube, me decidí a escribirla como una referencia divertida al hilo del comentario del dueño del canal.
Al día siguiente de haber escrito aquello sobre Raúl en el canal de Youtube de aquel exfutbolista, sufrí un aluvión de mensajes en el teléfono móvil referentes a las actualizaciones de las interacciones con mi comentario. La mayoría de los que me respondieron no habían entendido que lo que yo había escrito era un halago y, por tanto, para ellos yo era anti Raúl, de lo que deducían mis filias futbolísticas. Para otros, en cambio, yo era pro Raúl y mis filias futbolísticas eran las contrarias a los que me consideraron anti Raúl. Para otros simplemente yo era un tipo que no tiene ni puta idea de fútbol. Casi todos los avatares que me respondieron me conminaron, por mi bien, o me ordenaron, directamente, dejar de escribir en aquel espacio. Mi comentario, además, sirvió para que admiradores y detractores de Raúl se liaran a sopapos virtuales y por escrito entre ellos.
Así que, desde aquel comentario en el que hice una comparación entre La Faraona y Raúl González, no he vuelto a entrar en el canal de Youtube del ex futbolista. Igual que llevo tiempo sin expresarme con frecuencia por el resto de redes sociales. Me resultan escenarios feos y antipáticos. Hostiles. Para continuar con los símiles, las redes sociales son como un partido entre el Getafe, de los últimos años, y el Sevilla más puro e idiosincrático, el de la dureza y la crueldad. Para seguir con el lenguaje cibernético: en las redes sociales, me caen mal los del bando contrario; pero, aun me caen peor y me parecen más ilógicos y exaltados los que se supone que son de mi propio bando.
Hace tiempo que utilizo muy poco las redes sociales. Principalmente, leo la prensa. Busco artículos relacionados con historias que me interesan y que, por lo general, nada tienen que ver con el cuadrilátero político. Hago, de cuando en cuando, algún chascarrillo en Facebook y Twitter. O comparto en Instagram fotos de comida, de las recetas que me salen decentes. Y, sobre todo, leo en las redes los comentarios de personas que me interesan, aunque mi interacción con ellos es mínima. Podría decirse que, de los que nos vemos en la plaza de las redes sociales, soy el que anda por ahí, rodeándola, sentado en un banco, que mira, observa y participa poco. Un hola, quizá. Un qué tal va, comprometido por la educación, al vecino que te encuentras los domingos en el quiosco. Soy el tipo que está, pero que, si no está, tampoco se le echa en falta.
Lo cierto es que esas actitudes, la de esconderme o la de no estar, han predominado en mi forma de ser a lo largo de mi vida. Nunca me ha gustado el enfrentamiento, hablar para pegarse, aunque sea un bofetón metafórico. No tiene nada que ver con la polémica o la discusión. Escuchar la opinión de otro y dar la mía, tratar de entender el pensamiento de los demás, o expresar el mío, en una conversación, siempre me ha resultado una de las cosas más gratificantes de la vida. Con amigos, sentados frente a la barra de un bar, hasta el final de la madrugada. En las casas. En los bancos de las calles. Lo que nunca he tolerado ha sido la pelea, las voces o el deseo de alguien, aunque yo coincida con su idea o pensamiento, de preponderar sobre los demás o de imponer su palabra. En esos casos, mi escape ha sido literal, no mental: me he levantado y me he dio.