Gotelé: «Vertical»

Que un artista no tenga complejos a la hora de expresarse es algo que se debe agradecer, siempre con una medida cabal, pero anticipa que algo se está moviendo en el universo personal de ese artista y que tiene la necesidad de expresarlo. No se entienda mal, sin musas, que como sabe todo el mundo no existen, sino con trabajo, esfuerzo y contención.

Eso parece que es lo que se proponen estos chicos de Ávila – allí también se hace música, no todo es Madrid y Barcelona – que forman Gotelé que, tras un primer disco (Duelo personal, 2014) forjado a golpe de mimetismo yanqui y polvo de carretera en las botas, lanzaron el pasado marzo su segundo largo: Vertical, con el que se entregan sin prejuicios al indie rock puramente español. Y quizá tenga que ver en todo eso que el productor sea Emanuel Pérez “Gato”, bajista de Izal, y que el disco esté grabado en los estudios Neo de Aranda de Duero con José Caballero, con el que repiten, como ingeniero de sonido. Aún así no tiran en la cuneta del olvido cierta raíz yanqui, es tangible cierto acercamiento a grupos del rock alternativo norteamericano, como Counting Crows, a lo largo de las once canciones que componen el nuevo elepé.

Lo primero que se aprecia al acercarse al nuevo trabajo de Gotelé es que los títulos de las canciones han cambiado. Es decir, lo que en Duelo personal era concreto, ahora deviene abstruso e intangible. Lo que antes era Ciudad en llamas, ahora es Centeno. Y con esa canción arranca Vertical, que traslada a cierta pose Supersubamarina, y donde la voz de Alfonso López destaca en fraseos incontrolables en los que se agradece que la banda no recurra a la rima, o a la rima fácil como consigue a lo largo de todo el disco.

Continúa Alas de cera, prototipo del indie pop español, con las guitarras veloces de Alberto Blázquez y el tono épico, como de escenario principal de festival. Hacedles despertar es más tendida, reposada, tiene aires a Sabina y también a Fito. Qué te voy a decir tiene algo sonoro que se desliza hacia Extremoduro y resulta una de las “lentas” más agradables de Vertical.

Se buscan, que no pasa de los tres minutos, es directa y aguerrida, con las guitarras por detrás de Alfonso y Alberto Blázquez que dulcifican con sus melodías de cristal, mientras la batería de Alberto Fernández y el bajo de Manuel Achaques prorrumpen dando la carga necesaria, a la vez que hace el coro más adelante, para que se convierta en canción referente de Gotelé. Posiblemente la que más motivos tiene para convertirla en himno.

En No estoy se dispara el rock and roll de guitarras y teclados con la voz de Alfonso en plena forma, y que junto con Al final del día se alzan como las canciones más contundentes del elepé.

Vertical de Gotelé anda a medio camino entre el indie y el rock que se dice alternativo, pero que en los abulenses se funde con la raíz norteamericana en consonancia con lo que hoy puede estar haciendo Quique González, por ejemplo. También se nutren de la epicidad del indie pop de escenario festivalero como en Te recuerdo, sin dejar de ser puro rock and roll en actitud y sonido, como demuestran en Alas de cera. Pero, aunque se agradece que no acudan con frecuencia a la rima facilona, sí se les puede achacar ciertas imágenes recurrentes que resultan pretenciosas o falsamente distinguidas por manidas y reutilizables, tics engañosamente poéticos que utilizan muchos artistas y que pueden inducir al oyente maniqueo a tomar a Gotelé como otra banda más, aún “sin rechazar imitaciones”.

Paquita Salas

  No, Paquita Salas no es la mejor serie de la historia audiovisual española. La comedia creada por Javier Calvo y Javier Ambrossi, estrenada en Flooxer en 2016 y desarrollada en Netflix en 2018, es directa, divertida y engancha – a un público que se relacione bien con las formas del humor actuales – pero, a pesar de la euforia, existen algunos puntos en los que la serie patina.

  En Paquita Salas todo gira alrededor de la propia Paquita, personaje interpretado por Brays Efe. La mimetización de Efe con Paquita es brutal, hasta el punto de resultar natural cuando Paquita va a mear y se limpia el coño, e incluso cuando folla con su exmarido, ejecutado por Andrés Pajares, cuyas apariciones en la serie son de los mejores momentos de su carrera profesional. Paquita tiene una agencia de representación de actores anclada en los noventa. Una secretaria, Magüi (Belén Cuesta). Y un porrón de actrices que, cuando consiguen su primer éxito, la abandonan, principalmente por otro representante de actores, interpretado por Secun de la Rosa, al que Paquita enseñó en sus inicios; y encima esas actrices que se van no la pagan los gastos de representación. Y a partir de aquí, con un imaginario particular – Paquita fuma ducados, bebe Larios y come torreznos –, la trama se desarrolla como un falso documental en el que predomina la histeria y en el que la representante trata de atraer – a actores, al espectador implícitamente – a través de cualquier artimaña, ocultando (manifestando) todos sus puntos débiles y fracasando en cada intento, ya sea profesional o personal. Como prueba de su fracaso: Lidia San José, que se interpreta a sí misma, – “la niña de A las diez en casa y Aladina” –, la única actriz que perdura con Paquita y cuyo logro con ella es ostentar el récord de “Pasapalabras” (apariciones en el programa). Paquita es una mujer desengañada y hundida. Y así nos deja el final de la segunda temporada.

  De esta manera, la serie es directa, avanza sin melodramas, las subtramas, que se agradece que sean pocas, se resuelven con rapidez y verosimilitud y no ocultan el objeto principal. No se trata, por tanto, de un drama con sketches (Los Serrano). Además, los entre veinte y veinticinco minutos que dura cada uno de los diez capítulos que componen las dos temporadas de Paquita Salas (5+5) son suficientes para hacer buena comedia y entretener al espectador sin recursos cargantes que a uno le saquen de la historia principal.

  Además de ser directa, Paquita Salas es ocurrente y hábil en los diálogos. Casi todos los personajes – los principales y las colaboraciones – están contenidos, metidos en el contexto y no patinan ni resultan chirriantes. Por ejemplo, el anteriormente citado Andrés Pajares, o Lydia Bosch que interpreta a la tía Alicia – sí, la de Médico de familia – que lee el cuento de ‘Paquita Salas’ al comienzo de la segunda temporada, y que posiblemente también sea de las mejores actuaciones de la carrera de la actriz de televisión más mediática en la España de los noventa.

  Dentro de esa frenética euforia también aparecen a lo largo de la serie con actuaciones interesantes: Belinda Washington, Ana Obregón, Miriam Díaz Aroca, Antonio Resines o Ignatius Farray. Casi todos sin desentonar. Actores y actrices que se interpretan a sí mismos, o a un personaje (increíble la Noemí de Yolanda Ramos en la segunda temporada: desparpajo y casticismo), pero siempre en las últimas u olvidado, y que se suman a una atmósfera amateur, de no haber nadie al volante, y que imprimen esa pátina de oscuridad y decadencia que es el mayor acierto de la serie. Pero a la vez uno de los conflictos que pueden echar para atrás a aquellos espectadores no versados en el humor negro, en la mala leche, en provocar la risa a través de la incomodidad o el ridículo.

  Y con todo esto aún Paquita Salas no es la mejor serie. Tampoco es que debiera haber un ranking. Pero no lo es porque, una vez planteado el grueso de la imaginería personal de los creadores – que ya lo hicieron en La llamada y que cuentan aquí con un reparto similar al del musical o la película –, una vez expuestas las formas heterodoxas del humor actual, el final de cada capítulo es buenista, es adorable, invita a la melancolía de la forma más tosca. Paquita Salas es un corderito con piel de lobo que agacha la cabeza en lugar arramblar con todo y con todos. Amaga, pero no golpea. Provoca la sonrisa feliz, a veces la lágrima, en un espectador cuyas expectativas eran más altas: el caos total.

  Paquita Salas es un pastiche que se fija en las comedias americanas del estilo (Curb your enthusiam, The Office, la americana; Sarah Silverman, sin gamberrismo), pero que hunde sus raíces en la tradición y, sobre todo, en la caspa española. Recupera actores y presenta a otros. Mezcla realidad y ficción. Es moderna y demodé al mismo tiempo. Y además, tras esa capa de amateurismo preciso, es divertida y entretiene, a pesar de que los puntos de maldad, que sería lo verosímil del trasunto, son pocos y azucarados. Y si esto es así ahora, la compra de la serie por parte de Atresmedia – que ya la está difundiendo por Neox y que desarrollará la tercera temporada – incita al espectador a hacerse una pregunta: ¿dónde estará el límite? Porque Atresmedia no es una escuela de arte y ensayo, es un conglomerado de empresas cuyo fin es el rendimiento económico de sus productos. Y los parámetros de las comedias para la televisión – o melodramas con sketches – no conectan con lo que propone Paquita Salas: brevedad, concisión, crudeza, decadencia y humor heterodoxo.

Coastal: Voyage intérieur

  El pasado mes de abril, Discos de Kirlian editaban el nuevo trabajo, Voyage intérieur, del francés Fanou (ex Skittle Alley) bajo el sobrenombre de Coastal y producido por Xavier Nadal en los estudios Binary Emotions Records. Cargado de un circuito de novación y un par de sintetizadores (Akai Mpk y Roland JU-06), el compositor de Limoge cambia de palo en el que se supone, quizá del título se infiere, su trabajo más intimista, desplegando buenas porciones de electrónica que van desde el pop electrónico hacia el synth pop.

  Coastal comienza su Voyage intérieur con S.M.E.T., quizá el tema más oscuro de los nueve que componen el disco, donde desaparecen las viejas guitarras poperas de su anterior banda y que avanza épicamente en tono Chromatics, guitarrazo naif incluido. Le sigue Intercity Lovers, en la que cuenta con la participación en las letras de su compañero en Skittle Alley Richard Earls. Aunque Fanou no los cite entre sus muchos referentes, Intercity Lovers, como algún que otro tema más, recuerdan a los OMD de Telegraph del Dazzle Ships, cuarto disco de los británicos que ya lo habían petado con los tres anteriores y su Enola Gay; un trabajo, como el de Coastal, conceptual, que se sumerge en la Guerra Fría y en la relación entre los seres humanos y la tecnología.

  En A Dream Within a Dream hay guitarrería de nuevo, mientras las líneas de sintes transportan la canción hacia el post punk y del post punk al synth pop. De Interlude destaca el jugueteo entre los sintetizadores que Fanou consigue humanizar sin que resulte oscuro ni machacón. Sometimes es como una turbina inquieta que recorre su camino en espiral hacia delante y sin recurso.

  En el séptimo tema, Cold Winter Night, vuelve a contar con Richard Earls en las letras, y resulta una de las mejores piezas, por su languidez repetitiva, por su juego de capas que se van superponiendo.

  Cierra el disco Voyage Intérieur, otra de las mejores canciones del disco, de atmósfera marina que poco a poco va percutiendo ochentero, muy al estilo de Giorgio Moroder, para desembocar en una voz robotizada que se percibe casi humana en su nostalgia.

  El nuevo proyecto de Fanou, Coastal, propone una electrónica brillante que no cae en la penumbra y en la que su voz se comporta como un susurro que sugestiona. Voyage intériur es un disco conceptual que capa a capa va aglutinando atmósferas hasta lograr que se puedan escuchar todas las canciones como si fuesen una sola canción.