Bromas privadas en lugares públicos (Edición Vinilo)

El indie ha muerto. O eso vengo leyendo y escuchando últimamente en centenares de sitios, en foros eruditos y en discursos apocalípticos. El indie ha muerto. Y lo cierto es que no me sorprende tal augurio, si lo fuese, o tal afirmación. No me resulta extraña ni desagradable. Ni siquiera puedo posicionarme radicalmente en contra de ella. Como siempre, el mercado llega tarde a una supuesta tendencia convirtiéndola en negocio y ajustándola a la ley de la oferta y la demanda para crear obscenos borregos de la moda. Así que el indie ha muerto.

Algo así enuncia Alex Ross en su libro Escucha esto sobre la muerte de cualquier música. O más bien sobre las crisis que ha sufrido esta en sus diferentes etapas a lo largo de los siglos. Y lo enuncia para argumentar más tarde todo lo contrario.

Hace unos días llegó a mi casa el ejemplar 041 de la edición deluxe del Bromas privadas en lugares públicos de Hazte Lapón, realizada por Discosdelrollo. Una edición artesanal que pone el broche de oro a uno de los trabajos más importantes del panorama indie español de los últimos años, sobre todo por su carácter humanista. El portafolios de cartón sellado a mano es un compendio de diferentes disciplinas intelectuales, poesía, música, dibujo, filosofía, que, como ya expliqué hace un año en El amor es subnormal profundo con motivo del lanzamiento del disco en su formato virtual, retrata de un modo bastante reflexivo, y esa reflexión tiene también que ver con un fino sentido del humor, la cotidianidad partiendo de la experiencia de una generación, que probablemente ya ha cumplido los 30, y utilizando para ello los referentes poéticos y musicales que discurren a lo largo de los años que ha vivido esa generación. Herramientas sencillas para construir un universo paradigmático con el que es muy fácil empatizar, como se concuerda con las grandes obras ecuménicas, y que habla por sí sólo con una voz propia rotunda y que tiene su cénit en esta carpeta labrada, bellísima y repleta de una iconografía particular.

Producciones como este Bromas privadas en lugares públicos ponen de relieve que, más allá de los enunciados y de las teorías acerca del bien y del mal, algo siempre se está moviendo con virulencia fuera de las garras del puro negocio y la mercadotecnia de una forma independiente y centrado en la creatividad y la expresión, sin el rigor de las normas y los mercantilismos.

Me he resistido a hacer fotos del contenido. Si queréis saber qué esconde, tendréis que adquirirlo aquí. Yo de momento os dejo de nuevo con su publicación en bandcamp.

Memorial Morente más Morente en La Riviera

Omega: legado, leyenda y magisterio.

Mi padre tenía tres hijos biológicos, pero vosotros sois todos hijos de Morente’.

  Así se despedía Estrella Morente el pasado Jueves 20 de Febrero de una Riviera casi llena, aún con la tensión de un último Manhattan para la posteridad, con todos los artistas encima del escenario y el público embelesado, antes de cantar una mijitilla más para el bis, entre las luces fluorescentes que anunciaban el toque de queda y el delirio de los que aún permanecíamos en la sala.

  Este año se cumplen treinta y cinco de la Leyenda del tiempo. El disco con el que Camarón transformó la manera de entender el flamenco, así como cualquier otro género musical, para las nuevas generaciones. Diecisiete años más tarde, Omega, que ha permanecido indeleble y actual casi veinte años después de su creación, se convirtió en la piedra angular para todo un conjunto heterogéneo de generaciones, legatarios de una manera global y humanista de entender el arte que, si no me equivoco y, visto lo visto, conforman una subespecie en extinción.

  Así que dentro del memorial Morente Más Morente, no podía faltar el homenaje del rock, o mejor dicho del conjunto de la música popular española, al creador de Omega. Y allá que fuimos Josh Lyman y yo.

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  La noche se inició con un martinete solemne y oscuro. En el centro del retablo, el hijo, José Enrique Morente, dando enjundia y convirtiéndose en referencia para el resto del recital. Pues si alguien salió reforzado de esa noche fue él, a sus 23 primaveras, un huracán de arte con la ambición de florecer.

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  El homenaje del rock al Maestro se convirtió en una puesta a punto de aquel Omega pergeñado por el propio Enrique Morente junto a Antonio Arias, Vicente Amigo, Alberto Manzano, Isidro Muñoz, Erik y un largo etcétera de pioneros. Con la participación en los primeros compases de La Barbería del Sur, la Mari, un descontextualizado Jorge Drexler o Javier Ruibal.

  Y aparecieron Santiago Auserón, probablemente uno de los mejores artistas patrios, y si no lo creen así configuren sus cerebros y comprueben su evolución, y Raimundo Amador. Para entonces ya sabíamos que de ese viento plomizo, atestado de grumos de cerveza, se iba a desprender algo que, ni siquiera los que estuvimos allí, íbamos a saber describir en los días postreros.

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  Y llegó Omega. Sublime. Con Enrique hijo de nuevo al mando. Pletórico. Antonio Arias al bajo. P1000908Erik en la batería. Y la compañía de Antonio Carbonell y Las Negris a los coros. Y la suntuosa platea que se congregó en La Riviera (Eduardo Madina, Segio Pazos o Berta Collado entre otros), pegó un respingo de tracción.

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  Entonces salió Estrella Morente para hacer el Aleluya de Leonard Cohen filtrado por el Maestro. Y a un servidor se le erizaron los vellos mientras el pecho se le ahogaba en mariposas. Qué gran sentido de la escena. Qué conocimiento de la dramatización tiene la mayor de los hijos de Enrique. Parece como si todo lo que hace y sucede sobre el escenario le fuese natural, sin forzamientos.

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  Y a partir de ahí todo lo gordo. El grueso de Omega.

  Vino Noni, de Lori Meyers, para hacer Vuelta de paseo.

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  Soleá Morente con un emotivo Pequeño Vals Vienés.

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  Y J, que se subió al escenario junto a una hipnótica Mala Rodríguez para recrear, tan 00007 052despegadamente, tan sugerente, ese En un sueño viniste de Los Evangelistas y que compuso Don Enrique.

  Y con Los Evangelistas, el bailaor Javier Barón para servir en bandeja de plata a Amaral ese Manhattan para la posteridad al que se unieron todo el cuadro de artistas invitados y donde preponderó, por encima de una Amaral que finalmente se hizo pequeñita, el chorrazo de voz de Estrella y la historia y la leyenda y la entrega lisérgica y enrabietada del público y el magisterio en la batería de Erik.

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  Los que fuimos queríamos algo único, como el Maestro, la surreal arquitectura del ruido, la ensoñación y la armonía. El Arte. Y resultó ser la más bella y vibrante noche que estos mierdecillas de la pluma, que cuentan por no saber crear, han vivido.

  Sólo faltó Enrique.

¡Viva Morente!

The Dance of The Illusion

Melancolía industrial

  Tengo gustos raros. O bueno, depende de con quién me compares. Y entre ellos, uno de esos gustos raros, según los demás, es la electrónica. Sobre todo aquella que me recuerda a la opresión y a la rutina mecánica de las fábricas de máquinas sudadas y humanos robóticos. Aquella que transmite el pesar y la angustia del miedo a la muerte. De la muerte en sí y que me devuelven a las maravillosas pelis soviéticas de principios del siglo XX.

  Y en parte eso hacen -Y-, dúo barcelonés, en The Dance of The Illusion al que, quienes os quieran engañar, tacharán de post punk por sus evidentes referencias, por ejemplo, a Joy Division. Aunque también las haya a OMD o a unos primerizos y ochenteros Depeche Mode, o sea, cuando molaban.

  Sin embargo, a parte de todas estas simplezas, -Y- resultan una maravilla de melancolía industrial. The Dance of The Illusion son cuatro cortes homogéneos, oscuros y cavernosos que se deslizan serpenteantemente lánguidos y flemáticos por el misterioso laberinto de tus circunvoluciones grises y dentadas, entre la desolación y la asfixia.

  Pruébalo. Pero ten cuidado porque son como la heroína.