Torches

  La mañana se ha despertado como un típico día de otoño. El cielo está nublado y el ambiente en Madrid me recuerda al de esas escenas de las pelis británicas en las que se describen a los barrios obreros. El horizonte parece salpicado de humo y de niebla. Y en la oscuridad del autobús, el paisaje contagia los rostros de los pasajeros y los difumina en una bellísima expresión de melancolía.

  Y es que todos nos contagiamos. Corren tiempo duros. O eso dicen los interesados. La gente asume su rol en la sociedad y se involucra en la miseria. La miseria del hombre, claro. No sé a vosotros, pero este tramo del tiempo que nos ha tocado transitar me recuerda a la Edad Media. En aquel período de la historia, el hombre vulgar (nosotros mismos), en su mayor parte iletrado, debía conformarse con la infelicidad, asumir una vida penosa e indigna y confiar en que, mediante la obediencia a las instituciones y el rezo al dios cristiano, la vida eterna le sucediese más agradable. La estrategia del miedo les ha funcionado siempre. Pero no os obturéis. Después llegó el Renacimiento y nos vistió a todos de Humanismo. Entonces se empezó a tener en cuenta la dignidad del hombre y la igualdad de la mujer, la importancia del amor y, sobre todo, la capacidad de cada ser de comunicarse con esa fuerza-que-mueve-el-mundo (que los europeos cristianizamos y lo llamamos dios) a través de la belleza y así formar parte de la armonía del Universo. Es decir, el individuo como el eje alrededor del que giran el resto de las cosas.

  Seguro que, en nuestras diminutas historias personales, todos hemos sufrido esta dicotomía y hemos encadenado Edades Medias y Renacimientos. Mi tendencia bipolar, mi hipersensibilidad y mi rechazo a las actitudes y conductas preestablecidas con las que articulan sus vidas el resto de la gente, me han obligado a padecer más de una Edad Media. Y, en una de esas Edades Medias, llegó Foster the People a mi vida.

Foster the People es un trío de Los Ángeles (California) formado por Mark Foster, Mark Pontius y Cubbie Fink en el año 2009. Podemos referirnos a ellos con diversos calificativos (indietrónica lo-fi, dance, pop), pero a mi me gusta decir que es música para la esperanza. Desde su propio nombre (la traducción vendría a decir algo así como ‘promover a la gente’, ‘hacer algo por la gente’), hasta los estribillos pegadizos y los ritmos bailables de su disco ‘Torches’, configuran un universo resplandeciente en el que uno sólo puede ser feliz y sonreír (no confundir con ser un gilipollas).

  ‘I would anything for you’, con esos arreglos ochenteros, nos recuerda a la sensación de mariposas en el estómago cuando nos enamoramos. ‘Call it what you want’ podría ser perfectamente un himno generacional aderezado de bellos sintetizadores, medias melenas y pantalones bien prietos para descocarse a lo Bee-Gees en el centro de la pista de baile. Incluso la líricamente oscura ‘Pumped up kicks’, descarnada ida de olla sangrienta, musicalmente es un directo a la mandíbula del pop, con un estribillo aliterado, divertido y coreable, silbido de postín y, sobre todo, mucho buen rollo.

  En definitiva, ‘Torches’ es un disco que gira alrededor del individuo, que fomenta el valor de la felicidad y que nos hace entender que otra forma de vida es posible.

  Imagino que después de esta Edad Media, llegará el Renacimiento. Pero cuidado, quizá luego nos alcance el Barroco. Así que creo no hay nada mejor que ponerse los cascos, echarse a la calle y dejarse llevar por la melodías sinceras y brillantes de Foster the People como si fuésemos los protagonistas de la comedia romántica de la semana. Al fin y al cabo, nosotros somos la fuerza que mueve el mundo.

Bon Iver, Bon Iver

Estamos en pleno mes de Octubre y las temperaturas no bajan de los 30ºC. Los días son radiantes, el sol resplandece a través de las ventanas y el cielo es puro y azul. Todo esto es demasiado feliz para un Spainerd. Los Spainerds disfrutamos de los días grises, plúmbeos. Del apartamiento. De descorrer la cortina y observar que, detrás del vaho de la ventana, la vida se detiene entre las nubes y la lluvia, debajo del cielo metálico que cubre a la ciudad. Parece que uno de los sentimientos más recurrentes en Spainerds es la tristeza, pero yo no estoy de acuerdo. Somos tipos que vivimos las cosas intensamente y, como el bueno de Enrique Urquijo, nos encontramos muy felices o sublimamos la depresión cuando algo nos produce la emoción y la euforia, el desencanto y la frustración. Sin término medio, ni coherencia.

Entre esos mimbres, viviendo intensamente, me encontraba mientras discurría el mes de Junio y Pol y La Angela me sacaron de casa para tratar de animarme y alejarme de los monstruos que a veces se presentan de improviso. Yo estaba pasando una mala racha, aunque por entonces aun no había tocado fondo. Así que Pol y La Angela me llamaron y me llevaron a uno de nuestros sitios de recreo favoritos: el Fnac, y, como en todo, fui excesivo y me dejé 300 euros entre libros y discos. Uno de esos discos era de Justin Vernon.

La historia es conocida por todos. Justin Vernon nació en 1981 allá por Eau Claire, Winsconsin, en el norte de los EE.UU. Podría imaginar su adolescencia como la de los chavales de la mítica serie de televisión ‘Aquellos maravillosos 70’, pero no lo hago. Después de varios años de éxito musical con DeYarmond Edison, los cuatro miembros deciden abandonarlo y el grupo se disuelve. A Justin le deja la novia y, además, contrae la mononucleosis. Así que decide encerrarse en la cabaña de su padre, en Wisconsin, durante un largo tiempo para recuperarse y, por su puesto, ‘tocarse la huevada’. Del encierro personal y del ensimismamiento surge Bon Iver (Buen Invierno) y su primer disco en solitario: ‘For Emma, Forever Ago’.

Al igual que a Justin, mi novia me acababa de dejar, los proyectos no cristalizaban y la vida parecía pasar por mi lado. Tenía la sensación de que el tiempo era una escalera mecánica a la que nunca consigues subir mientras sobre ella contemplas a los demás despedirse de ti y marcharse con una sonrisa en la cara. Aun no había sido capaz de tomarme en serio. Las asignaturas del Grado iban desmembrándose en suspensos. Los amigos estaban fuera de mi país, Madrid. El trabajo no tenía sentido. Así que decidí parar. Era la hora de encerrarme en mi apartamento. Durante dos meses hice lo siguiente: pensar, ‘tocarme la huevada’ y escuchar ‘Bon Iver, Bon Iver’. Y entonces llegó: ‘It’s on it’s head’ – dice Justin Vernon. ‘It’s on my head’ – dije yo. Al fin y al cabo, todo estaba en mi cabeza.

Justin Vernon es Bon Iver y su disco ‘Bon Iver, Bon Iver’, editado este año, es un trabajo original que mantiene un hilo argumental melódico y lírico desde el primero hasta el último de los cortes. Las referencias son múltiples, pero es absurdo enumerarlas porque una buena obra es aquella que mejor deglute las referencias de su autor y, por tanto, nos sabe a algo familiar, a algo que ya hemos escuchado antes. Las letras nos empujan a un mundo creado por Justin, donde las experiencias personales y los recuerdos de niñez se mezclan y se conjugan con metáforas oscuras, imágenes de tiniebla, símbolos y juegos de palabras y sonidos que transmiten la coherencia, ese decoro lingüístico (en este caso musical) del que hablaba Horacio. ‘Bon Iver, Bon Iver’ es compacto, minucioso y a la vez abierto. Desarrolla su trama desgranándose poco a poco, invitándonos a la imaginación y a la interpretación individual, con sorpresas y puntos de giro, como si se tratase de una buena película o de una gran novela.

‘Bon Iver, Bon Iver’ es quizá el mejor disco de 2011. O al menos mi preferido de 2011.